A principios del siglo catorce se estaban plantando en Centroeuropa los cimientos de una magnífica catedral. El maestro de obras era un monje a quien se le había encargado la tarea de supervisar el trabajo de todos los peones y artesanos. Este monje decidió llevar a cabo un estudio acerca de las prácticas laborales de los picapedreros. Seleccionó a tres picapedreros en representación de las diferentes actitudes hacia su profesión.

Se acercó al primer picapedrero y le dijo: “Hermano, háblame acerca de tu trabajo”.

 

… golpes de mi cincel contra la piedra siento que estoy desconchando una parte de mi vida. Mira, tengo las manos endurecidas y llenas de callos, la cara arrugada y los cabellos grises…

 

El picapedrero dejó por un momento lo que estaba haciendo y contestó con una voz abrupta llena de rabia y de resentimiento: “Aquí me ves, sentado delante de mi bloque de piedra, que mide un metro por medio metro por medio metro. Y con cada uno de los golpes de mi cincel contra la piedra siento que estoy desconchando una parte de mi vida. Mira, tengo las manos endurecidas y llenas de callos, la cara arrugada y los cabellos grises. Este trabajo es el cuento de nunca acabar, lo mismo un día y otro día. Me está matando. ¿Dónde está la satisfacción? Me habré muerto mucho antes de que ni siquiera esté acabada una cuarta parte de la catedral”.

 

El monje se acercó al segundo picapedrero. “Hermano”, le dijo, “háblame de tu trabajo”.

 

… siento que estoy labrándome una vida y un futuro. Mira, me ha permitido albergar a mi familia en una casa confortable, mucho mejor que la que yo mismo tuve…

 

“Hermano”, contestó el picapedrero con una voz suave y uniforme, “aquí me ves, sentado delante de mi bloque de piedra, que mide un metro por medio metro por medio metro. Y con cada uno de los trazos de mi cincel sobre la piedra siento que estoy labrándome una vida y un futuro. Mira, me ha permitido albergar a mi familia en una casa confortable, mucho mejor que la que yo mismo tuve. Mis hijos van a la escuela. Sin duda tendrán todavía más en la vida de lo que yo mismo tengo. Todo esto ha sido posible gracias a mi trabajo. Al igual que yo le doy a la catedral a través de mi arte, la catedral me da a mí”.

 

El monje se acercó al tercer picapedrero. “Hermano”, le dijo, “háblame de tu trabajo”.

… estoy rindiendo un homenaje ya no sólo a mi destreza y a las habilidades propias de mi profesión, sino que también estoy contribuyendo a todo aquello que valoro y en lo que creo, un universo -representado por la catedral-donde cada uno da lo mejor de sí mismo en beneficio de todos…

“Hermano”, le contestó el picapedrero sonriendo y con la voz llena de alegría, “aquí me ves, sentado delante de mi bloque de piedra, que mide un metro por medio metro por medio metro. Y con cada una de las caricias de mi cincel sobre la piedra le estoy dando forma a mi destino. Mira cómo la belleza atrapada dentro de la forma de esta piedra comienza a emerger. Aquí sentado estoy rindiendo un homenaje ya no sólo a mi destreza y a las habilidades propias de mi profesión, sino que también estoy contribuyendo a todo aquello que valoro y en lo que creo, un universo -representado por la catedral-donde cada uno da lo mejor de sí mismo en beneficio de todos. Aquí, junto a mi bloque de piedra, estoy en paz conmigo mismo y agradecido de que, aunque jamás llegaré a ver terminada esta gran catedral, todavía seguirá en pie después de que pasen mil años, como testimonio en honor de lo que hay de realmente valioso en todos nosotros y testamento del propósito para el cual el Todopoderoso me puso sobre esta tierra”.

El monje se fue y reflexionó acerca de todo lo que había escuchado. Aquella noche durmió más plácidamente de lo que jamás lo hubiera hecho anteriormente y a la mañana siguiente dimitió de su cargo como maestro de obras para ponerse de aprendiz con el tercero de los picapedreros.